Mucho hay que cambiar para luchar contra los grandes incendios forestales

19/04/24

Rafael Delgado Artés. Profesor de Prevención y Extinción de Incendios Forestales de la Universitat Politècnica de València

Como consecuencia del éxodo rural y la subsiguiente desagrarización de la segunda parte del siglo XX, actualmente nos encontramos en un contexto forestal desconocido en nuestro territorio desde el Neolítico. El bosque crece masivamente sobre la retirada agraria del ser humano y según todas las previsiones, es una situación que no sólo ha venido para quedarse, sino que va a tomar cada día más relevancia: las masas forestales no van a dejar de crecer y los bosques van a ostentar el protagonismo territorial del siglo XXI.

Este nuevo paradigma, que podría ser interpretado por alguien como una buena noticia, realmente no lo es ni de lejos para el paisaje cultural mediterráneo, históricamente caracterizado por el mosaico agroforestal. Muy al contrario, este proceso es un descalabro para un socioecosistema generado por el ser humano a través de milenios de interacción.

Además de otras muchas consecuencias de esta situación (pérdidas de biodiversidad, culturales, insostenibilidad de las cadenas económicas, desvertebración territorial…), los incendios, y en especial los Grandes Incendios Forestales (en adelante GIFs), emergen con fuerza como los únicos gestores de un excedente de biomasa forestal que repito, no dejará de crecer. Y tienen mucho tajo por delante, si tenemos en cuenta que ya en este momento la superficie forestal y la cantidad de biomasa por hectárea son las mayores desde hace milenios en nuestro territorio.

Añadiendo a la ecuación el calentamiento global, la etiqueta GIFs trata (sin éxito) de definir un fenómeno que se ha mostrado indefinible, porque está en continuo crecimiento y rompe cualquier molde. Por ello, los servicios de emergencias numeran distintas generaciones de GIFs, como innovaciones de comportamiento catastróficas, hasta aquel momento desconocidas. Sin más, estos GIFs ocupan el vacío dejado por los gestores tradicionales del paisaje cultural mediterráneo, causando graves (cada vez mayores) emergencias que duran días, que amenazan vidas y propiedades humanas, que emiten grandes cantidades de CO2 y que no se pueden controlar pese a la cantidad de recursos invertidos en equipos de extinción.

Porque ante esta problemática damos como única respuesta la extinción, por mucho que es evidente su ineficacia para gestionar esta tendencia catastrófica. Aunque tenemos grandes equipos de extinción (seguramente los mejores del mundo), esto no soluciona el problema: los GIFs son cada vez más frecuentes y estrepitosamente mayores y acostumbran a superar durante horas o días en más de 10 veces la máxima capacidad de extinción de los medios, a los que hipócritamente les pedimos que los controlen. Y esto sin considerar que (en las condiciones actuales), cuantos más incendios forestales apaguemos, mayores serán los GIFs del futuro, una cuestión a la que los expertos le llaman «la paradoja de la extinción». Vaya, que la extinción (cuando puede) soluciona el problema inmediato, pero incrementa el riesgo potencial de GIF.

Así, mientras el margen de mejora de los sistemas de extinción es muy poco, tanto en medios como en tecnología, la peligrosidad de los incendios seguirá creciendo, y ya no sólo por la acumulación de biomasa sino también por el estrés de los bosques a causa del cambio climático y el exceso de densidad. El camino de la extinción como única solución ya no tiene recorrido ni sentido alguno. Estamos afrontando un fenómeno (constantemente) nuevo con herramientas antiguas, que además de ser ineficientes en la solución del problema, son muy caras y mayormente consumidoras de queroseno (y por tanto muy contaminantes), además de actuar cuando el daño (ambiental, social y económico) ya está hecho, entre otros problemas.

La realidad es tozuda y se impone, aunque determinadas ideologías no quieran verlo. No olvidemos que también estamos en el mundo de las Fake News y, después del éxodo rural, somos una sociedad mayoritariamente compuesta y gobernada por neourbanitas que han perdido el contacto diario con la realidad del territorio rural. Aparte están los intereses políticos, económicos, personales, etc. que siempre encuentran la forma de justificarse en las más diversas modalidades. Si inventarse pirómanos o culpables suele ser una herramienta fácil de autojustificación, otros sostienen que no hay que preocuparse, porque siempre ha habido incendios (¡¡cierto, pero hablamos de GIFs!!!), o que nada podemos hacer, porque el problema es el cambio climático (he aquí un desistimiento con trampa). En definitiva, todo recuerda a los músicos del Titanic: se trata de seguir tocando la música para entretener a la perdiz y no mirar de frente a la realidad.

Esta realidad es tan sencilla como que no hay otra salida que ser proactivos y pensar algo tan simple como que el incendio más importante es el que todavía no se ha producido y que por eso hay que evitar que se produzca, en lugar de lamentarse (interesada y fugazmente, por cierto) cuando acaba de ocurrir.

De política de altura, de escala y de largo plazo, hacemos poca. No practico afirmaciones gratuitas si digo que la política territorial valenciana desde la transición se puede sintetizar a grandes líneas con la dialéctica entre ultraprotección y ultradestrucción, siempre al servicio de los intereses urbanos y en contra del territorio rural. Y con ello no entro en partidismos, porque esto ha sido una cuestión que han seguido todos los gobiernos de la Generalitat Valenciana y con la que los poderes fácticos económicos (con su greenwashing) convergen con los ultraconservacionistas (con su rewilding). Una dialéctica dipolar que asfixia (creo que no sin intención) al territorio y su sociedad rural y amenaza con seguir haciéndolo hasta que no quede nadie gestionando la agroforesta.

Mientras en el litoral y en las ciudades “todo vale” nos encontramos con que (por ejemplo), el territorio forestal valenciano actualmente tiene una protección sobredimensionada (más del 50% lo está) y creo que equivocada, ya que esta protección mayoritariamente supone una lista prohibiciones o restricciones a la gestión, que se hace en contra de los propietarios o sin su aceptación con el único objetivo de mantener un estatismo teórico irreal, burocrático (yo diría despóticamente ilustrado) y antiecológico que, de hecho, niega la propia identidad del paisaje cultural mediterráneo. Todo ello, sin aportar valor añadido a los gestores agrarios tradicionales, sino al contrario, causando más despoblación y abandono (léase al eminente Artur Aparici).

Pero nunca es tarde. Debemos abrir los ojos y dar un paso por el cambio de modelo en lo que se refiere a la vertebración territorio-sociedad. Para empezar, sería necesario que la sociedad (hoy, recuerdo, mayoritariamente urbana) asuma el nuevo paradigma en el que estamos inmersos. Y que una vez asumido (que creo que todavía estamos lejos de ello), busquemos soluciones a este profundo problema.

De todo lo expuesto se desprende que, de entrada, para luchar contra los incendios, necesitaríamos fomentar la gestión agroforestal y no entorpecerla. Y, de hecho, propondría otorgar una medalla a los pocos agricultores que resisten en el territorio, porque hacen una labor impagable, social, ecológica y económicamente, en lugar de obstaculizarlos en su labor e incluso criminalizarlos cuando hay un accidente (el ejemplo de Tàrbena es reciente y de libro). Sin ellos, los incendios del futuro serán muchísimo mayores.

Y paralelamente, será indispensable generar economía y mejorar las condiciones de vida en el medio rural, para vertebrar el territorio y la sociedad y así abandonar progresivamente el actual escenario. Pero esto no se ha de hacer de cualquier manera, y entenderlo es de vital importancia: cualquier medida venga (de nuevo) a explotar el territorio, como los proyectos realizados y “cobrados” desde la ciudad que no inciden sobre el territorio más que en su impacto ambiental, no cambiará nada y será más de lo mismo: no nos hagamos trampas jugando solitarios. Necesitamos fomentar honestamente la economía en el territorio, circular y de proximidad, además de todas aquellas medidas que conduzcan a la justicia e igualdad de oportunidades entre los habitantes urbanos y rurales, muy desequilibradas a día de hoy.

Y desde abajo, el consumidor-a, que “vota” cada día con su compra (y de paso, también el que vota cada cuatro años), debe saber que hay esperanza, que podemos cambiar esta situación, y depositar sus “votos” en consecuencia. Que existen productos y políticas que construyen y vertebran el territorio y que, como consecuencia de ello, apagan GIFs. Y otr@s que lo explotan y lo destruyen.